jueves, 27 de noviembre de 2014

colores de otoño

Octubre es el mes de las hojas pintadas. Su opulento resplandor destella alrededor del mundo. Mientras los frutos, las hojas y el día en sí adquieren un matiz brillante justo antes de su caída, el año también está a punto de ponerse. Octubre es el cielo del atardecer; noviembre, la última luz crepuscular.
[...]
Cada fruto, al madurar y justo antes de caer, cuando comienza una existencia más independiente e individual, en la que necesita menos alimento, tanto de la tierra, a través del tallo, como del sol y del aire, suele adquirir un tono brillante. Lo mismo que las hojas. El fisiólogo dice que «se debe a una menor absorción de oxígeno». Se trata de la visión científica del asunto: una mera reafirmación del hecho. Pero a mí me interesan más las mejillas sonrosadas que la dieta que sigue la muchacha. Los bosques y los prados, la película que cubre la tierra, deben por fuerza adquirir un color brillante, prueba de su madurez, como si el planeta en sí fuera un fruto colgado de su tallo con una mejilla siempre mirando al sol

Henry David Thoreau. Colores de otoño.

sábado, 22 de noviembre de 2014

miércoles, 19 de noviembre de 2014

domingo, 16 de noviembre de 2014

miércoles, 5 de noviembre de 2014

lunes, 3 de noviembre de 2014

viernes, 31 de octubre de 2014

jueves, 30 de octubre de 2014

Thomas Bernhard: la enfermedad de la vida en la mala leche.



La tesis filosófica es la vida como enfermedad y su descripción literaria consiste en una minuciosa escritura de la enfermedad de la vida. La experiencia de la segunda ha llevado a Bernhard a los “viejos maestros”, cuyos nombres aparecen con frecuencia en sus obras. No tanto a modo de citas (aunque las hay) como de consuelo y refugio (“¡Mi Montaigne, a quien quiero más que a nada!”) en un mundo hostil de incomprensión. Es la vida en su trastorno la que busca una forma de lucidez extrema llamada filosofía que da cuenta de su absurdo aunque no pueda remediarlo. Paradójicamente es la fascinación del absurdo la que le impide caer en la desesperación. En toda la obra de Thomas Bernhardt late el asombro por la increíble infelicidad del ser humano, la propia y la que causa a los demás. La maldad está en la propia naturaleza pero la malicia es el plus social de la insania que anida en la enfermedad.

La enfermedad tiene, pues, un carácter ontológico pero también social, y no solo eso, sino que es precisamente el entorno de la naturaleza y de la sociedad el que mata o, más precisamente, se suicida en el ser humano a través de la procreación, origen de todos los males. De ahí salen cuerpos golpeados y que golpean sin que pueda hablarse de responsabilidad. Ellos absorben todo el malestar y trastorno social que reciben en forma de agresión y lo devuelven analizándolo hasta el límite de la locura en una escritura circular. No son héroes, sino marionetas que, a diferencia de las de Kleist, adolecen de un exceso de conciencia. La enfermedad no tiene aquí el prestigio romántico de lo interesante sino que forma parte de un proceso de autodestrucción en el que consiste el absurdo de la vida. No cabe hablar en ese sentido de nihilismo, pues no se niegan unos valores para instaurar otros, sino de la voluntad de una mirada lúcida que, al no encontrar remedio para lo irremediable busca, al menos, entender, por más que en eso le vaya la vida en el pleno sentido de la palabra. No es una lucidez desesperada sino fascinada.

Este pequeño volumen es todo un concentrado de temas recurrentes en el resto de la obra de Bernhard. Por ejemplo, Reencuentro. Aquí encontramos la raíz de un estilo circular, de una respiración literaria  casi sin pausas y, lo que es más importante, la biología que sostiene a lo que se ha definido como ironía, paranoia, del estilo y de los personajes lo que, siendo cierto, es claramente insuficiente pues la causa, ya apuntada antes, es lo que vulgar (pero recogido por la RAE) se denomina lisa y llanamente mala leche. El personaje que habla en primera persona reconoce que la recibió de su madre y del esperma de su padre y él no puede por menos de compartir esos dos elementos en que se basa la generación irresponsable: intranquilidad y culpa, por más que los rechace vistos en los demás, especialmente en sus padres. 

No otra cosa que mala leche destila Bernhard en Mis premios, admirándose de que las barbaridades proferidas contra Austria y su gobierno en el acto de recepción hayan provocado una airada repulsa. En este volumen se pueden encontrar en Ardía una compilación de sus insultos más selectos contra Austria, especialmente Salzburgo, nido de xenófobos, antijudíos y nacionalsocialistas, al decir de Bernhard. No oculta que acepta los premios por dinero y que si no los rechaza, como sería consecuente, es porque irían a parar, así dice Bernhard, a cualquier inútil. Lejos de ser algo extemporáneo el autor se convierte aquí en personaje y revela que lo que el lector percibe en su obra como una tragedia es en concreto una comedia. No hay dignidad en la lucidez. Los artistas y depositarios de oscuros proyectos fallidos que aparecen en sus obras se revelan en el fondo como unos trastornados sin causa, pero con tiempo y dinero, al decir de la compasiva posadera de El malogrado.

Es conmovedor asistir a los últimos días de Goethe se muere. Un Goethe en horas terminales, incapaz ya de hallar ese punto medio que le hiciera famoso, funde y confunde tiempos, personajes y espacios y reclama junto a su lecho a Wittgenstein, repudiando al otrora fiel confidente Eckermann. El cuento acaba, como no podía ser menos, con una falsificación: sus últimas palabras no habrían sido Mehr Licht! (más luz) sino Mehr nicht! (ya no más), y habría preguntado por Bernhard.