lunes, 16 de enero de 2012

emanciparse del espectador

En un momento de Boston legal, el atrabiliario Denny Crane le dice al trapacero Alan Shore: “no hay hechos, solo ficciones buenas o malas”. Son los dos personajes más simpáticos de la serie. Desde la maravillosa terraza de su rascacielos posmoderno filosofan al término de la jornada en lenguaje políticamente incorrecto, acompañados de un buen veguero y un Chivas sin hielo, mientras la ciudad se extiende a sus pies, que dirían en un mal culebrón. El uno es un ultrarreaccionario con principio de Alzheimer, que no da palo al agua, el otro sufre terrores nocturnos, le da igual todo y, por eso, acaba siendo una persona de fiar. Ambos son, o han sido, abogados de prestigio. Cómodamente sentados en la terraza, simplemente miran, la cámara les enfoca, ora en plan Friedrich, o en plano frontal, mientras el humo nubla sus ojos. Fundido en negro. Créditos.

Esta semana pasada tanto en el máster de Filosofía sobre estética de la sociedad de las nuevas tecnologías, como antes en el de Arte de noviembre en el Cegac de Santiago, salió a debate la figura del espectador. Mi postura es que, en este momento, es una mala ficción para comprender la sociedad de las nuevas tecnologías. No es útil. Va unida a una tradición occidental de la vista, como metáfora de lo mental, a imaginarios obsoletos como ciberespacio o cyborg, a las metáforas digitales, signo de puericia tecnológica. En definitiva, a la incipiente ideología de las nuevas tecnologías de los años 80 del siglo pasado, a su recorrido tecnorromántico platonizante del fragmento, a despropósitos como la literatura del hipertexto y similares. Podríamos seguir. Hay que actualizar los imaginarios.

De la figura del espectador solo quedaban unos harapos. Pero, miren ustedes, a un español decente le daría vergüenza vestirlos, ahora bien, si lo hace un clochard de las letras francesas, la cosa cambia. El libro de Rancière, El espectador emancipado, ha sido el panfleto de cabecera (en realidad, solo unas páginas) de comisarios de arte y directores de museos a la búsqueda de "usuarios". De acuerdo con el título, la palabra emancipación cuestiona la dicotomía entre ver y actuar, la pasividad y la actividad, lo que el espectador debe ver y lo que se le enseña. El espectador es ya activo, construye lo que ve, su propia historia. Es ya emancipado. ¿Seguro?

Entiendo, a diferencia del citado libro, que la labor de la crítica, de la educación estética y artística no consiste ya en emancipar al espectador, sino de emanciparse de una vez por todas de la figura del espectador, empezando por nosotros mismos. Pero no solo por la dicotomía mencionada, entre acción y contemplación, desde luego obsoleta, sino porque la misma palabra espectador es antinatural: el cerebro es siempre interactivo. Enlazo, mediante las synapsis, luego existo. Cuando hablamos de nuevas tecnologías no hay que limitarlas a las viejas TIC sino a las nuevas biotecnologías y neurociencias.

Si no hay esa emancipación del espectador, y lo que ello implica, entonces seguiremos viviendo en una época de imágenes zombies. Llevan una vida espectral: vivas en la práctica, muertas en la teoría. Mejor, entre la teoría de la imagen y la imagen de la teoría. De ahí la urgente necesidad, no sólo de sacar una teoría de las prácticas, sino de volver a la experiencia estética y artística. Tendría dos características: cuerpo y espacio, es decir, situación. No se trataría de crear espacios definidos por la posición de los espectadores sino de las situaciones creadas por los cuerpos. Es realmente entonces cuando se puede hablar de obras interactivas, no el sucedáneo a que estamos acostumbrados.

Unos estudiantes de cuarto de Filosofía en Salamanca han hecho el siguiente experimento de ilustración en imágenes: mandar y recibir imágenes en twitter entablando un verdadero diálogo icónico, comunicando experiencias, sin leer la imagen, sin literaturizarla. La experiencia, al parecer, está siendo todo un éxito. Lo que hacen, parafraseando a Kant, es atreverse a usar sus propias imágenes sin ayuda ajena.

¿Va usted a ser menos que un filósofo?

domingo, 15 de enero de 2012

burdel neogótico



He estado pensando en la Estética de lo feo de Rosenkranz al ver esta magnífica serie The crimson petal and the white.No hay paso, sino caída. Es más fuerte la visión estética que una lectura social esquemática,el contraste de las pústulas en la cara del mendigo y el magnífico vestido que pasa al lado. Cuadro prerrafaelita de Sugar y William en el campo de lavanda, una paleta de colores. Nada que ver con las ya tópicas series inglesas al estilo de Arriba y abajo.Me ha quitado el mal gusto dejado por la cala en la tontorrona Downton Abbey.

jueves, 12 de enero de 2012

sábado, 7 de enero de 2012

El Havre, romanticismo de barriada



Todo iba más o menos bien hasta que apareció el cerezo. !Sielos, un final Spielberg a traición! No me lo podía creer en un director que desde 2003 había anunciado su boicot a Hollywood por la guerra de Irak. Es posible que fuera debido a un trastorno transitorio de personalidad asociado a guiño irónico posmoderno. Esa gente es muy imprevisible. Pero tampoco hay que ponerse en lo peor. Basta con recordar su plegaria:

"Oh señor, haz que mi hígado y mis pulmones aguanten lo suficiente para que pueda seguir bebiendo y fumando hasta el fin de mis días. Haré lo que sea, hasta renunciar a la sexualidad. No es mío. Es de Luis Buñuel."

Se trata, pues, de una decisión de cierre tomada con la segunda botella de blanco en la mañana, y en el ejercicio de su libérrima voluntad.

Me gusta mucho el cine de Aki Kaurismaki. Lo he vuelto a revisar hace poco con motivo de escribir sobre la estética del desvalimiento, que no de la víctima. Se atiene a su principio de que, contra más pesimista es en la vida, más optimista resulta en sus películas. Esa contradicción hierve bajo el rostro inexpresivo de su actriz fetiche Kati Outinen en La chica de la fábrica de cerillas. Y permite recuperar a la máscara de la nouvelle vague, JPL,reconvertido de víctima en Yo contraté a un asesino a sueldo, en vecino acusica en esta.

Sus personajes no renuncian a nada, pero se contentan con unas migajas, lo que la vida les va dando. Todo su cine es el romanticismo de los anónimos, de las paredes desconchadas de los edificios en los barrios, y el contraste de los colores fuertes,esos rojos intensos, tan mimados por Aki, de los vestidos de ellas, de las baldosas de suelo ajedrezado, de los claveles, de los ajados sofás. La humildad de los personajes se desvive en la ternura del director para con los objetos. Decir cine de Kaurismaki es eso, decir ternura.

Este romanticismo de barriada es impensable sin las canciones que lo hacen posible. Ellas son la urdimbre sobre la que se tejen las imágenes visuales. Sin ellas no son nada. Propician la solidaridad social con la inmigración en un cuento de invierno y disculpan un final mentiroso.