martes, 7 de agosto de 2007

La rebelión de los pocos



Éste es otro de los posibles títulos familiares del libro, que el autor reserva con elegancia y discreción para uno de sus mejores apartados. Si a comienzos del siglo pasado se observó el creciente poder de las masas, que llevó a su rebelión, en los inicios del presente se constata la fuerza de los pocos y su incipiente revuelta. Ahora bien, no es de justicia llevar los paralelismos demasiado lejos. Porque, ¿quiénes son esos "pocos"? La singularidad de esta obra, escrita con buen ritmo y sin renunciar a la densidad, consiste en haber sabido detectarlos, someterlos a agudos análisis y enfrentarlos con propuestas equilibradas. Yo diría que el reto mayor que se desprende de este libro, y el mérito de sus atinadas sugerencias, apuntan a cómo gestionar esa nueva diversidad.

Los pocos, aquellos que sostienen una forma de diferencia, pueden ser ahora muchos. Su voz es escuchada, gozan de visibilidad y sus acciones y reclamaciones experimentan un efecto multiplicador gracias a las nuevas tecnologías. Éstas han globalizado las diferencias. La relevancia de este fenómeno, subraya el autor, nos obliga a modificar esquemas sociales, todavía no muy lejanos. Pues si bien es cierto que la globalización lleva a procesos de homogeneización ampliamente descritos, también lo es que convierte a los pocos dispersos en muchos lugares en muchos conectados entre sí. No en vano una de las características de nuestra época es que ser es estar conectado. Las nuevas tecnologías son la diferencia conectada.

Los pocos de los que trata el libro no son una élite, y pueden configurar una masa, pero no la clásica, sino de nuevo cuño. La nueva teoría económica ha descubierto que muchos pocos dan más que muchos, y por ello se trata de ofrecer muchas cosas diferentes a diferente gente en vez de ofertar lo mismo a los mismos. Esto es así, pero el libro se sale del esquema de los consumidores y productores para centrarse en los usuarios, que arrojan un nuevo perfil. Y es aquí donde nos encontramos con la sorpresa del peso que han alcanzado hoy, para bien y para mal, las diferencias culturales. De modo que "la lucha por la identidad cultural marca nuestra época aún más que las anteriores".

El libro documenta exhaustivamente todo ello sin caer en maniqueísmos destacando, por emplear una terminología de los imaginarios sociales, que la "fuerza" de los pocos tiene siempre un posible lado luminoso y un indudable reverso tenebroso. Y así el autor dedica especial atención a las "identidades sin raíces" que son los nuevos fundamentalismos, y que consisten en una vuelta a lo originario fabulado haciendo tabla rasa de toda la historia real. De modo que "ésta no es ahora la rebelión de los condenados de la tierra, sino de unos pocos fanáticos globalizados". Las identidades amenazadas y amenazantes entran en una espiral de violencia sin fin, que acrecienta el sentimiento de inseguridad, lleva al recorte de derechos y al debilitamiento de las actitudes liberales. Sin embargo, la gravedad de la situación y la necesidad de actuar no debería impedir intentar ver el problema desde todos sus ángulos. Porque no es tanto la religión, como lo que el autor llama el "religionismo", del mismo modo que no es el islam sino su uso político, el islamismo, la fuente mayor de preocupación.

¿Qué hacer? La tarea no es fácil ya que, además, en este mundo globalizado los pocos no están fuera, sino dentro, no son los otros, sino nosotros. Visto el panorama, las propuestas del autor se concretan en un programa de mínimos que resulta ser de máximos. En principio, se trataría de conversar desde y con la diferencia, sin ánimo de convencer, sino de convivir, por la necesidad de relacionarse más que por la esperanza de entenderse. Pero, y esto es lo interesante, desarrollando nuevas formas de identidad no excluyente como es la ciudadanía. Aquí tenemos otro aspecto, luminoso esta vez, de la rebelión de los pocos, que ya no se contentan con el voto en blanco, señal de que no se está en desacuerdo con el sistema, pero sí con la oferta. Se trata más bien, y en especial para Europa, de desarrollar "una ideología fuerte de ciudadanía", consistente nada menos que en un "humanismo de la diversidad que tiene que ir a la par de un humanismo tecnológico".
(Crítica de José Luis Molinuevo al libro de Andrés Ortega La fuerza de los pocos (Galaxia Gutenberg, Madrid, 2007) publicada en El País el 23/06/2007)

lunes, 6 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura.5.






“Ellos debían de conocer muy bien la soledad y la dulzura de la vida humana, ¿no crees?
Con "ellos" Reiko se refería, por supuesto, a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison”. (Tokio Blues. Norwegian Wood).

Varios personajes son dobles generacionales de Murakami (nacido en 1949) y comparten un territorio de final de los años 60. Una generación de “libros y música” en busca de “lugares imaginarios” donde sentirse bien, como pueden ser la Biblioteca Conmemorativa Kômura o un bar de jazz al que acudir en tardes lluviosas, o después del trabajo anodino. Una generación, como pocas ha habido, del NO, de las revueltas, cuya canción, dice el personaje Murakami, se ha acabado, pero sigue la melodía, y esa es la que se oye una y otra vez en sus novelas.

Del NO queda una especie de extrañeza, un ver y ser visto, dentro de la normalidad, como un extraño. Pero es que, cita a Jim Morrison, “la gente es extraña cuando eres un extraño”. Y, sin embargo, de esa extranjería sale un fondo de amistad y de amor, de solidaridad, que raramente se encuentra en las novelas contemporáneas. Son incapaces de odiar, quizá porque se trata de personajes a los que les gusta su propia debilidad. De ahí su dulzura.


Desde fuera aparecen como “mediocres no realistas”. Y a ese diagnóstico se apuntan con entusiasmo, mirando hacia atrás a la vida pasada, juzgándola vacía, perdida, solitaria y llena de aburrimiento. Pero algo ocurrió en algún momento y que merece la pena recordar. Y así “cerré los ojos e intenté recordar el mayor número de cosas bellas perdidas. Intenté retenerlas en mi mano. Aunque sólo fuera un instante” (Sputnik, p. 243). Los ojos de la mente se llenan ahora de imágenes visuales de Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961), evocando los conocidos versos de Wordsworth: “Aunque nada pueda devolverte aquel tiempo del esplendor en la hierba y la gloria de las flores, no debes dolerte por ello; en la belleza que quedó atrás tienes que encontrar toda la fuerza".

No nos dejemos engañar por las apariencias. Se trata de mediocres con principios. Algo difícil de entender, porque: “lo que yo intento decirle es que la mediocridad puede tener diversas formas” (La caza, p. 134). Son mediocres que tienen sueños, no sólo los de una vida mejor, sino los otros, esos que se cuelan en forma de obsesiones sin sentido, prefigurando un todo en medio de una nada, abriendo las puertas al destino y a la fatalidad. Y saben estar a la altura de esos sueños. Porque, cita Murakami a Yeats, “la responsabilidad empieza en los sueños”.

Es en esos sueños donde se encuentran con los otros personajes, los lectores, descendientes del Sputnik, “unos solitarios pedazos de metal en la negrura del espacio infinito que de repente se encontraban, se cruzaban y se separaban para siempre. Sin una palabra, sin una promesa” (Sputnik, 213). Y sin tragedias grandilocuentes de romanticismos trasnochados pues, al fin y al cabo, cada uno sólo es “como un Sputnik pequeñito que se hubiera extraviado” (Ib., p. 77).

sábado, 4 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura. 4.


(Para Daniel, cumpleaños en Guatemala, en la mejor compañía).


La extranjería en las novelas de Murakami es de signo distinto a como parece indicar la palabra, pero puede verse como una inversión del “egregio extranjero” (entre la luz del día y de la noche) de Novalis. Es, más bien, la del solitario Lenz de Büchner. En La caza del carnero salvaje el yo queda emparedado entre el todo y la nada, en ese espacio intermedio que es el vacío. El reto de los diferentes protagonistas masculinos de las novelas es precisamente el cómo habitar ese vacío, porque se es vacío, no se está solamente vacío o en el vacío.

Lo bello se ha convertido en terrible, emergiendo en el lado oscuro de lo sublime. Para el personaje Kafka (cuervo) el bosque es una metáfora inquietante: el lugar de la revelación que acoge, pero que también puede destruir. Pero para el sin nombre que narra en primera persona en Sputnik, mi amor, la romántica luna es ya otra cosa, es la luna del romanticismo negro: “Alcé la vista hacia la cumbre. La luna me pareció asombrosamente cercana, feroz. Una salvaje bola de piedra con la piel carcomida por el violento paso del tiempo. Las siniestras sombras de formas diversas que flotaban en su superficie eran células cancerígenas ciegas alargando sus tentáculos hacia el calor de la vida. La luz de la luna distorsionaba todo sonido, borraba todo significado, extraviaba todo pensamiento. A Myû la había hecho presenciar su segundo yo. Se había llevado el gato de Sumire. La había hecho desaparecer a ella” [1].


La experiencia que aniquila a Myû es la visión obligada de su doble, de su Doppelgänger, precisa Murakami en alemán, para que no haya dudas sobre el antecedente romántico (Sputnik, p.195). Recuerda que, a veces, el segundo yo es un acompañante sorprendido como en Sopa de ganso de los hermanos Marx (La caza, p. 303). Pero en Sputnik es el yo incomunicado en dos orillas, que no se refleja en el espejo, haciendo de tabique impenetrable entre ambos.

Ese segundo yo, ese doble, es una presencia hecha de ausencias, que recuerda mucho al maravilloso texto El hombrecillo jorobado de Walter Benjamin. Otro Doppelgänger. Él es quien va fabricando ese yo secreto lleno de vacíos, de lo que desaparece, pero porque está en otra parte, donde se hace ese yo. Cuando él nos mira perdemos el tino, nos equivocamos, rompemos algo. Y cuando mira nuestras cosas, estas van desapareciendo. Los momentos de nuestra vida son fragmentos de imágenes escritas en el canto de un libro, cuyo sentido aparece al ser repasadas a toda velocidad, en un instante, cuando llega a su fin.

Como Benjamin, Marukami, afirma que no tenemos experiencias, sino que nos pasan casualidades. Y si, al final, Benjamin pide una oración por el hombrecillo jorobado, los personajes de Murakami no le guardan especial inquina al ser que les ha robado su primer yo. Hay, como dijera Nietzsche, un cierto amor fati, un amor a ese destino y fatalidad. Le he dado vueltas al tema, y quizá en el próximo y último post pueda aventurar una clave de esta aparente resignación, planteando de otra forma el tema del Doppelgänger.

Ahora, sólo me cabe concluir señalando que, así como Benjamin nos remite a la memoria involuntaria en Proust, Murakami se sirve de una melodía, un objeto, el anuncio de un periódico, para poner en marcha el mecanismo del recuerdo de unos años, del fragmento de una vida, con preferencia del paso de la adolescencia a la juventud. No busca continuidades, sino que es la memoria de la escisión del yo, con un final que no es una solución.

El viaje es a ninguna parte y la educación sentimental es en la tristeza y la soledad, más aún, en algo más valioso que todo, y de lo huye espantada la civilización occidental, en el aburrimiento, en la mediocridad. Es muy fácil ser mediocre para los demás, pero muy difícil para uno mismo. Si viéramos desde esta perspectiva la obra de Murakami, como un Bildungsroman, como una obra de formación/deformación, entonces yo me atrevería a titularla como el aprendizaje de la mediocridad. Como puede verse, un romanticismo a la altura de nuestro tiempo.

[1] Sputnik, mi amor. Trad., de Lourdes Porta y Junichi Mansura, Tusquets, Barcelona, 2006, p. 203-204. (En adelante, Sputnik).

viernes, 3 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo.3. Soledad y dulzura



La palabra “metáfora” aparece una y otra vez en las novelas de Murakami y es la puerta de entrada y de salida de mundos, de lo real y lo ideal, de los muertos y de los vivos, de la metamorfosis de una piel a otra del yo. Tiene un referente concreto que nos lleva a un contexto más amplio.

En Kafka en la orilla encontramos la cita de Goethe: “Todas las cosas de este mundo son una metáfora”[1]. Es una de las mejores expresiones del primer romanticismo alemán. Porque subyace a concepciones como el “realismo mágico” de Novalis que, a su vez, tienen mucho que ver con el romanticismo animista de Murakami. Pero estas “afinidades electivas” no esconden las diferencias irreductibles entre los dos romanticismos,. Y no es la menor de ellas el diferente significado de aquello a lo que apunta la potentísima metáfora de la "flor azul". Lo que en Novalis es un romanticismo de la noche en Murakami es un romanticismo negro. Tienen en común que en ambos se trata de la luz de la oscuridad, fuente de vida y de muerte.

A modo de ejemplo, y como guía, he elegido un texto relativo a los que podríamos llamar como “los santos inocentes”, que también los hay en las novelas de Murakami, y que son los auténticos mediadores en ese espacio del ENTRE que es la existencia metafórica. Se trata del personaje de Nakata en Kafka en la orilla.


“Nakata relajó todos los músculos, apagó el interruptor de su mente y entró en una especie de estado de conexión panorámica. Para él, aquello era algo normal desde su infancia, una práctica cotidiana que realizaba sin darse cuenta apenas. Poco después estaba errando ya como una mariposa por las lindes del ámbito de la conciencia. Más allá se extendía un negro abismo. A veces trascendía la frontera y flotaba por encima de ese abismo, negro y vertiginoso. Pero Nakata no temía ni la profundidad ni la negrura de éste. ¿Por qué había de temerlas? Aquel mundo oscuro sin fondo, aquel silencio opresivo, aquel caos, eran sus queridos amigos de siempre, ya habían pasado a formar parte de él. Y eso Nakata lo sabía muy bien. En ese mundo no existen las letras, ni existen los días de la semana, ni existe el temible señor gobernador, ni existe la ópera, ni existen los BMW. Tampoco existen las tijeras, ni los sombreros de copa. Pero, por otro lado, tampoco existe la anguila, y tampoco existen los bollos. Allí está todo. Pero no hay partes. Y como no hay partes no hay ninguna necesidad de reemplazar una cosa por otra. Tampoco es preciso quitar o añadir nada. Basta con que el cuerpo se sumerja en el todo. Sin necesidad de razonamientos complicados. Y para Nakata no podía haber nada mejor” (Kafka, p.113).


Hay puertas para la inmersión en el todo como, por ejemplo, los nombres: “el pájaro-que-da-cuerda-al mundo”. Y también objetos que funcionan como metáforas. Aunque parezca arriesgado, cabe suponer que la doble faz de la “flor azul” de Novalis se muestra en la imagen del “carnero salvaje” de Murakami. En el lomo tiene un lunar en forma de estrella que le muestra como único. Se aparece obsesivamente en sueños, y quien lo elige es porque es elegido, quien le busca, en realidad, es buscado. Es la encarnación de la vida, del poder, de la destrucción. La breve posesión de la plenitud conduce a la muerte.


“No se puede explicar con palabras. Es justamente como un crisol que se lo tragara todo. Tan hermoso, que te hace perder el sentido, pero al mismo tiempo lleno de la más horrible maldad. Si te hundes en su seno, todo se extingue: la conciencia, el juicio, los sentimientos, las penalidades…Todo se extingue. Es algo remotamente comparable a la energía con que se debió de manifestar en algún punto del universo la fuente de la que procede la vida” [2].


Es otro yo, ese fundamento oscuro, hambriento de existencia, que Schelling intuyó en las visiones de Jacob Böhme. De una forma u otra los personajes de Murakami entran en contacto con él. Unos acaban destruidos, otros experimentan una suerte de escisión, origen de una extranjería más radical que la propia existencia.

[1] Kafka en la orilla. Trad., Lourdes Porta. Tusquets, 2006, p. 139. (En adelante, Kafka).
[2] La caza del carnero salvaje. Anagrama, Barcelona, 2006, p. 313. (En adelante, La caza).

miércoles, 1 de agosto de 2007

Metáforas digitales

“Entonces entendí la verdadera envergadura de esa nueva y radical lucha de generaciones que está ocurriendo en las aulas, hogares, aceras de la modernidad, tarimas y columnas. El problema, y no sólo el pedagógico, es sencillamente el profundo duelo generacional entre esos nativos digitales que vinieron al mundo con los bits bien puestos y esos inmigrantes digitales que intentamos reciclarnos para los usos y costumbres de la nueva galaxia. Lo extraño es que a los inmigrantes, de vieja o corta historia, nos toque el suicida papel pedagógico de intentar convencer en sus propios territorios a los nativos. Es como si a los misioneros del XVII les exigieran sus superiores, en un ataque de multiculturalismo, predicar a los nativos las bondades de sus ritos indígenas o la superioridad estética de las imágenes aztecas respecto a aquella imaginería barroca de importación evangelizadora.
Y cuando por fin entendí la diferencia de base, o de clase, entre nativos e inmigrantes digitales, algo en lo que nunca había pensado, sólo pude murmurar a modo de fuga con el rabo digital entre las piernas: “Es que sólo soy un inmigrante, perdonen ustedes”. (Juan Cueto. “Esos nativos digitales”. El País semanal. 24 de junio de 2007, p.10)

Al parecer, y para acabar de hundirle en la miseria, también le dijeron los alumnos al profesor de marras amigo de Juan Cueto: “¿Para qué sirve un profesor en la era de Internet?”. Al leer esto, y por deformación profesional, me viene a la mente el verso de Hölderlin que gustaba citar el Señor Oscuro de la Selva Negra: “¿Para qué poetas en tiempo indigente?”. Pero no es relevante, sino sólo para contribuir modestamente a la ceremonia de la confusión. Ante tales despropósitos no me extraña que acaben con ese rabo digital entre las piernas. ¿Será el tercer miembro del transhumanista Stellarc? ¿O una de las prótesis y extensiones que salen de tanto leer a McLuhan?.

El texto de Juan Cueto es uno de los más lamentables que leído sobre educación y nuevas tecnologías. Encarna el estilo de una ética y estética edificantes de muchos predicadores digitales (sic): cercanos, comprensivos, colegas, enrollados, es decir, un asco. Porque no se trata de eso. Y aquí la terminología de Prensky utilizada, (nativos, inmigrantes digitales) más que de servir de ayuda, dificulta la comprensión del tema. No hay una lucha generacional (como también afirma Castells) sino una convivencia generacional en torno a las NT. Aunque sólo sea por motivos económicos, de capacidad económica de usuarios. Y téngase en cuenta que si tiene algún sentido la boutade de Bauman, esa de que vivimos una vida líquida, es que vivimos pendientes de nuestra liquidez…monetaria.

Además, el papel que juegan las tecnologías en la educación no se solapa con el problema de la educación en las tecnologías, que deben formar parte de una innovación de los contenidos en la educación que ahora brilla por su ausencia, de modo que las NT acaban convirtiéndose, a su pesar, en una coartada de la vieja educación. El desastre educativo en el mundo real no se soluciona en el virtual. La carcundia tiene un efecto multiplicador con las NT. La misión de los profesores no es, a diferencia de lo que apunta Juan Cueto, enseñar a manejar aparatos, sino a qué hacer con los aparatos que se manejan. Ahí está el problema.


En este momento conviven un lenguaje literario, icónico y técnico sobre las tecnologías. En el primero se construyen imaginarios. En el segundo se describen productos. Decía Ortega que o se hace literatura o se hace ciencia o uno se calla. Me pregunto si esto vale respecto al lenguaje de las nuevas tecnologías que actualmente se utiliza. Estas son nuevas siempre por definición, sólo que más o menos nuevas respecto a otra anterior, y no hay retroceso. Pero esto sí ocurre con el lenguaje. El lenguaje de las nuevas tecnologías es viejo en su dimensión social, aunque no obsoleto, ya que se sigue utilizando. Es un lenguaje de ciencia ficción, más que de ciencia especulación. En ese sentido las NT han avanzado desde los años 90 del siglo pasado, pero su lenguaje se ha quedado estancado, lo que es una contradicción. Y esto se pone de manifiesto en sus metáforas, especialmente aquellas que llevan el apelativo de “digital”, así “revolución digital”, “nómadas digitales”, “nativos digitales”, “inmigrantes digitales”, “ciudadanía digital”….la lista puede ser muy extensa. Y no me olvido de la famosa “brecha digital”.

Las metáforas consisten en la fusión de dos elementos conocidos que da lugar a un tercero menos conocido. Ese tercer elemento es como si fuera uno de ellos, pero no lo es, nadie lo confunde. Así “el fuego de tus ojos”, que lleva a que algunos/as se derritan sentimentalmente en la contemplación del ser amado, pero sin correr peligro físico alguno, de momento. Se destaca la intensidad, el magnetismo de una mirada, y ese tercer objeto, virtual, no tiene vida propia independiente sino un valor sentimental. Con frecuencia las metáforas son fruto de una proyección del narciso sentimental, emocionado de estar emocionado. No amplían entonces el conocimiento, sino que lo sustituyen en la apelación al sentimiento. Por eso son un elemento inestimable de marketing: mi vida por una buena metáfora. ¿Quién renuncia a ponerse "estupendo" tocando con la varita mágica de lo "digital" una palabra sencilla, pero clarificadora? En la existencia se utilizan numerosas metáforas, el problema tiene lugar cuando la existencia misma se convierte a través de ellas en una metáfora más. Estamos ante la existencia metafórica y la vida se transforma en un avatar.

Por ejemplo, si se trata de la “revolución digital”, muchos reverdecen ajados laureles de mayo del 68, de la revolución perdida en las calles, pero ganada en los ordenadores, sin el freno del estado policial, y un palo en las costillas. Mucho menos peligrosa que la real, ya que se trata, como decía Rosseto, el fundador de Wired, de “mentes conectadas a mentes”. Los “nómadas digitales” rememoran en el ordenador al camello y en los puntos de conexión, los pozos del desierto, y comparan el sudoroso trajinar por estos espacios, con el ajetreo por los aeropuertos, y los escasos enseres con la tarjeta de crédito. Sueños de domingueros. Los “nativos digitales” descubren que no han nacido del vientre de su madre, sino del de “matrix”. De ahí las alabanzas que reciben por su pericia en el manejo de las NT, lástima que no sean los primeros destinatarios de ellas, por su bajo poder adquisitivo. En cuanto a los “inmigrantes digitales”, ellos pueden dirigirse con la cabeza bien alta y el corazón compasivo a los semimuertos que llegan en las pateras, o a los explotados en los trabajos que nadie quiere, diciéndoles: te comprendo, yo soy como tú, un inmigrante.

Y qué decir de la “ciudadanía digital”, el hueso moderno que los poderes públicos echan de vez en cuando a los sufridos ciudadanos para compensar la pérdida de poder político y el desencanto por los partidos existentes. Efectivamente, no hay nada más revolucionario que convertir a un ciudadano en un avatar. Tampoco existe la “brecha digital”, la del ciberespacio, sino la brecha social de los más desfavorecidos que no tienen acceso a bienes, entre ellos las NT. La eliminación de esa brecha es una tarea social, no virtual.


Se me dirá: tampoco es para ponerse así, es una forma de hablar, que sirve para entendernos. No, sirve para confundirnos. ¿En todos los casos en que se usan metáforas en las NT? Obviamente no. Sólo en aquellos en los que lo “digital” es un sustituto de lo real, un simulacro que enmascara en la confusión con lo real su verdadera ausencia. Y esto es especialmente grave cuando lo que se pretende no es el vivir una existencia metafórica y virtual, sino real, que integra a la anterior. Fundir dos cosas no significa confundirlas. Y el proyecto de una ciudadanía que opere con las nuevas tecnologías debería ser especialmente sensible a ello.