domingo, 27 de abril de 2008

De La Capella a La Catedral

Tarde en La Capella, espacio de arte emergente de Barcelona, dirigido por Oriol Gual i Dalmau, en la compañía lúcida y entrañable de Eloy Fernández Porta. Mesa Redonda sobre la obra de Job Ramos, coordinados eficaz y discretamente por Martí Manen, el que más sabe del tema. Antes, en otra Mesa, Agustín Fernández Mallo ha puesto el contrapunto inquietante de Robert Smithson, con fotos de su vuelta por los monumentos de Passaic, a bellas imágenes de descampados en los que campa la nostalgia. De la obra de Job destacan unos textos, unas imágenes pero, sobre todo, la tensión en salas contiguas entre un video de imágenes con subtítulos y diálogos que a menudo las cuestionan, y un audio subyugante de contenido agridulce sobre la familia. Este es el tema central, construido en sentido cubista con imágenes de dudas, sonidos paradójicos y textos incisivos. En un momento dado, Roger Bernat, el otro miembro de la Mesa, apunta el carácter teatral de la experiencia. Efectivamente, una de las imágenes más atractivas del vídeo corresponde a una pareja feliz como pocas en medio de la naturaleza y, sin embargo, el subtítulo traidor nos advierte que ya estaba rota, y que no es lo que parece. Roger tiene razón, las preguntas se suceden, y empieza a entrar en calor una capilla fría en una tarde calurosa fuera, y con un público atento y participativo dentro.

Mañana en la Catedral. Abriéndome paso entre los turistas, constato una vez más la verdad que encierra la sugerencia de Eisenstein: no hay mayor instalación multimedia que una catedral de la Edad Media. Aquí no hay competencia posible. El órgano acompaña y disloca los cantos naturales o grabados que atronan el espacio sagrado, elevándose sobre los ruidos paganos. Un pope de barba florida escancia un humo espeso que sabe a licor de incienso. Es la hora de las sinestesias. La luz tamizada por las vidrieras ilumina a oficiantes solemnes de blancas vestiduras. No todos pueden verlos en las naves laterales, el coro se lo impide, pero ¡oh milagro!, pantallas de plasma colocadas estratégicamente en las paredes permiten ser testigos en primera fila. Y, al final, una enorme pantalla logra que los últimos sean de verdad los primeros.

Sin embargo, en esta pantalla aparecen de repente unos como subtítulos que casi nos advierten, como en el cuadro de Magritte, que esto no es una pipa, o como en la obra de Job, que no nos fiemos de las apariencias. Hay algo que distorsiona la sublime escena, y es la increíble figura de un monaguillo que, junto al oficiante principal, se hurga la nariz, bosteza sin cesar frotándose los ojos mal dormidos, se contorsiona para rascarse partes más o menos nobles, y al final recibe un ligero empellón para que se ponga en marcha y cumpla con sus sagrados menesteres. Todo en directo, en tiempo real, y así todo empieza a encajar.

miércoles, 23 de abril de 2008

Pasadizos



¿Qué se puede decir de un último libro que, sin embargo, es precursor de los anteriores? Dice el autor que pertenece a su yo moderno, al que siguieron el posmoderno y el pangeico. Quizá lo último engloba a lo otro. Se preguntaba Odo Maquard ¿qué viene después de la posmodernidad? Y se respondía: la modernidad.

En efecto, al leer este último libro de Vicente Luis Mora nadie diría que su autor ha sido o tendría que ser un posmoderno. No sólo por las agudas críticas que les hace sino por una cuestión de estilo: no es lo mismo ser consumidor de rizomas que arquitecto de pasadizos. Los primeros (quizá para quitarse otros olores) se citan en perfumerías de mezclas repetitivas donde practican el juego de la Oca de la hermenéutica (de Oca a Oca y tiro porque me toca). Son los “hombres póstumos” que sólo viven de sobrevivirse en “topomaquias” babélicas de ocupación de espacio, no ya para ser como dios sino para ponerse en su lugar.

Los pasadizos del libro forman un laberinto cuyo centro espacio-temporal es “aquella tarde francesa” (magistralmente plegada) de la habitación en que Paul Valéry asiste a la lectura por Mallarmé de su libro Un golpe de dados, a partir del cual el espacio literario ya no sería el mismo. Será tridimensional. En clave posmoderna podíamos decir que este libro de Vicente Luis Mora no tiene otro objeto, como exposición de su yo moderno, que hacernos asistir al origen de ese acontecimiento que es, a su vez, el acontecimiento ignoto del origen de su propia poesía.

Pasadizos es una obra de arquitectura mínima, una búsqueda de espacio existencial que permite encontrar un lugar propio en el vacío blanco de quien vive entre líneas. Una sugerente poética del espacio sin Bachelard. Del empeño romántico de escribir el libro del mundo quedan esos miles de papeles que son las teselas de las obras a través de las cuales el mundo se hace más poroso en su opaca falta de sentido. Suena obsceno, pero el literato de raza, desde Homero hasta aquí, no puede dejar de convenir en la frase de Mallarmé que cita Vicente: “Todo existe para estar en un libro”. ¿Hay mejor definición de lo virtual antes de que lo cosificaran algunos en lo digital?.

Porque se trata de una excelente obra de estética conocemos en sus ejemplos de lo que habla, se nutre de experiencias, y así, como decía el clásico, sus palabras saben a la fuente. Una de las obras de arte elegidas por Vicente Luis Mora me parece especialmente afortunada: El metro cúbico de infinito de Pistoletto. En buena medida los Pasadizos son una creación, pero también una ruptura del vacío solipsista, del metro cúbico de infinito, como recomendaba el mismo Pistoletto.

Los diálogos que configuran la escritura del lugar son, a la vez, el modo de localizar la escritura. Y así los pasadizos acaban siendo una poética de la arquitectura. Están hechos de vacío, y son la entraña de una “ciudad sincrónica” construida en lucha noble con las obras de los coetáneos, pero se sostienen con las vigas de otra ciudad, la “ciudad diacrónica”, de la tradición asumida críticamente. Ambas ciudades forman una red, quizá son la morada de una generación red, de mutantes que administran de nueva manera el antiguo vacío. Libros como éste reconcilian con una cultura que hace tiempo ha dejado de ser en el arte civilización.

miércoles, 16 de abril de 2008

El poder de las imágenes


He leído este libro casi de un tirón, en los intervalos de un corto viaje. Promete en la banda publicitaria que lo rodea decir la verdad sobre Leni Riefenstahl. ¡Qué mejor reclamo para volver sobre uno de los mayores enigmas de la relación entre arte y política en el III Reich!. En un extremo están sus Memorias y en el otro el ensayo que más le dolió, el “Fascinante fascismo” de Susan Sontag; está la imagen de Junta, personaje central de su película La luz azul, al que quiso convertir en emblema de su carrera, y que sirve de portada al libro: una artista ingenua, mártir de su búsqueda de la belleza. Hay otra imagen, al final de su vida, con 98 años, en el año 2000, ésa en la que te mira fijamente, devorándote, con rostro de Medusa vestida de safari y rejuvenecida por el lifting.


El libro muestra las imágenes del poder ya conocidas o sospechadas, más los documentos y cotilleos oportunos. Es duro decirlo, pero sirve de poco, sigue ganando Leni, y jamás quedará reducida a pinturera vestal de culebrón venezolano. Al contrario de otro “gran filósofo” de la época, del que cada vez que tenemos noticias sobre su vida no hace sino confirmarnos que sólo dio la talla de un pequeño canalla académico, apenas redimido por ser objeto de un gran amor respecto al que, según dicen, no supo estar a la altura. No, por ahí no parece ir el “fascinante fascismo”.


Iba leyendo en el tren y, de pronto, volví a recordar una conversación mantenida hace años con compañeros del Área de Estética, y de la que fue testigo (un tanto perplejo por su viveza creciente) un alto cargo hoy del Ministerio de Cultura (no el que están pensando). Tenía como protagonistas a los dos personajes mencionados, la artista y el filósofo, y fue suscitada por la posible visita de Leni a España con motivo de un homenaje a su obra. Ya se habían anunciado manifestaciones de gitanos, para protestar por el empleo como extras de compañeros suyos sacados por ella en su momento de los campos de concentración para el rodaje de ese bodrio estético con momentos sublimes en la fotografía que es Tierra baja. En la claridad que teníamos sobre cómo debían ser las relaciones entre Arte y Política se nos atravesaba la sombra del hecho, fácilmente comprobable , de que la grandeza estética va acompañada con frecuencia por la miseria ética en los creadores. ¿Cómo establecer un criterio? Discutimos apasionadamente.



Seguí leyendo y, casi al final, me quedé literalmente helado cuando, por fin, apareció la clave: unos ojos y a su derecha un texto.






Propongo que se vea como ilustración de la última imagen (no al revés, abstenerse filósofos) antes mencionada el siguiente texto. Se refiere a la visita que Leni hace a Sudán buscando los restos de sus amigos nubas, acompañada de Ray Müller, autor del documental sobre ella titulado El poder de las imágenes (de quien he tomando el título del post), muy recomendable, a pesar de las limitaciones impuestas.



El texto dice así: “Poco después de llegar al lugar, mientras Müller se tomaba un descanso entre filmaciones y Leni charlaba con un grupito de nubas ancianos, él escuchó un grito. Al levantar los ojos vio con alarma que Leni se dirigía hacia él con furia. Ella acababa de preguntar por dos de sus más antiguos amigos nubas y, al enterarse de que habían muerto, se había puesto a llorar y de pronto se había dado cuenta de que las cámaras de Müller estaban apagadas. Él se había perdido el momento dramático, había dejado de registrar la emoción que la había embargado, se había perdido el ángulo adecuado para captar las lágrimas que descendían por sus mejillas. Su furia aumentó mientras lo regañaba, pero después se volvió y se apartó de él, temblando de furia y de frustración. Müller se apresuró a tranquilizarla, a explicarle que no podía haber sabido lo que ella iba a escuchar, y mucho menos podía haberse anticipado a la reacción que iba a tener. Ella se aplacó y le brindó una última oportunidad para rectificar su inexcusable ineptitud con las cámaras. Volvió al grupito de ancianos y, sin dejar pasar ni un segundo, repitió sus preguntas, su conmoción y sus lágrimas como si el momento fuera la espontaneidad en sí. Müller recordó: “Yo estaba fascinado. Incluso estando apenada, esta mujer ya había calculado el efecto dramático de su pena. El límite entre la vida y las películas de Leni Riefenstahl oscila constantemente. Y era una escena clave. En eso tenía razón”.


Pero no es todo. Al pasar la página se nos cuenta que el helicóptero en que emprende el viaje de regreso, un cacharro soviético de desguace, es tiroteado por la guerrilla, cayendo al suelo:
“Cuatro de los pasajeros resultaron gravemente heridos, aunque ninguno de carácter fatal, pero todos peligraban porque las pérdidas de gasolina amenazaban con incendiar el helicóptero. Entre esos cuatro se contaba Leni, [98 años] que tenía unas costillas rotas, la espalda dañada y cortes y abrasiones en la cara y que, inconsciente, tuvo que ser llevada en camión a un hospital de Jartum y luego a Alemania, donde recuperó el conocimiento varios días después, tras figurar en la portada de todos los diarios del mundo. Cuando Leni despertó de su inconsciencia, preguntó a Müller si la había filmado cuando la sacaban de entre los escombros del helicóptero. Él le respondió que no. Abatida, Leni se preguntó si no podrían simular el incidente cuando estuviesen en Munich, empleando técnicas de pantalla azul. “Típico de Leni”, pensó Muller”.

Pues eso.


Nos equivocamos. Estamos más pendientes de las imágenes del poder que del poder de las imágenes. Y ellas tienen un discurso propio. Algunas nos dominan. Y aquí está la clave del “fascismo fascinante”.

jueves, 3 de abril de 2008

La otra clave de la metamorfosis del paisaje



Hay una secuencia de cinco cuadros de Thomas Cole titulada “El curso del Imperio”, que van de 1834 a 1836. El primero tiene como título “El estado salvaje”: rocas afiladas con ralos árboles, cielo agitado con nieblas que suben del mar, conforman un paisaje de lo elemental en el que sobrevive el ser humano, por el que se afanan algunos cazadores, cuyas humildes moradas adivinamos al fondo.



El segundo (pintado en primer lugar) lleva por título “El estado pastoril o arcádico”, y es la perfecta muestra de la identidad entre naturaleza y espíritu. Si el cuadro anterior era sublime este es bello, con una naturaleza de suaves contornos, cielo despejado y suave color verde en los grandes árboles y pequeños prados, en los que pastorean, meditan, juegan o descansan algunos seres humanos, contagiados por la quietud de la escena en la que se advierte la presencia de un templo clásico.



El tercer cuadro lleva por título “La consumación del Imperio”. Apenas hay naturaleza, apartada por las esplendorosas construcciones de los hombres, palacios, templos, que casi recubren la primitiva ensenada convertida ahora en puerto de placer. Toda la escena, con reminiscencias clásicas del Imperio romano, es un canto y celebración del poder del hombre.



El cuarto cuadro lleva por título “Destrucción” y es, efectivamente, una escena dantesca de incendio, destrucción y muerte, presididos por una estatua gigantesca de guerrero que sustituye la pacífica femenina del cuadro anterior.



El último cuadro lleva por título “Desolación”. Es el paisaje de la ruina. Todo va volviendo a la naturaleza y ésta va emergiendo de aquella a una luz incierta.


Hay un elemento común a todos los cuadros, algo que no cambia: tienen un espectador de sus paisajes (un centinela que diría Clarke-Kubrick) en el promontorio que, con una gran roca en la cumbre, parece observar todo inmutable a través de las edades de los hombres. Con o sin espíritu la naturaleza permanece a lo largo de los tiempos que se miden ya con otro tiempo distinto del humano, con el tiempo de lo elemental. El hombre no es la medida de las cosas. Este último cuadro es el paisaje del triunfo de lo elemental, de la vuelta futura al primer estado, en una metamorfosis sin fin. La ruina no es ya fragmento que hace añorar una totalidad perdida sino el primer paisaje vacío de hombres.

Hay una clave icónica en otro (pequeño) cuadro de Cole reproducido en un post anterior.