sábado, 24 de noviembre de 2007

Doña Soledad Ortega Spottorno


En la retina el poso de unas imágenes propias de La España negra, vistas hace tiempo en un documental. Son de una modesta comitiva despidiendo el féretro en un pequeño pueblo castellano. Alguien pregunta: ¿quién es? Una respuesta: “nadie”. Una apostilla: “Pues eso soy yo: nadie”. Lo dice una mujer menuda, muy bien arreglada, de gesto vivaz, que transmite una energía serena, más allá de la queja amarga. Es doña Soledad Ortega Spottorno, hija de Ortega y Gasset. Son las imágenes de su vida, bien distintas, pero entrelazadas, con las que dedicó a su padre en una publicación memorable.

Doña Soledad no habla sólo de si misma, sino que, explica, en ese “nadie” se encierra lo que han sido las mujeres españolas: sufrieron tanto o más que los hombres, pero sin tener sus derechos. Paradójicamente en el “no era nadie” se encerraba el mejor elogio que se podía hacer de una mujer. Como si la visibilidad póstuma se lograra a costa de una invisibilidad vital. Una mujer, ella, que sólo pudo salir a la palestra cuando, decía, se habían retirado los hombres.

Nació en 1914 y guardaba como un tesoro el recuerdo de una mirada que le transmite su madre, doña Rosa: la de dos personas muy especiales inclinadas sobre su cuna. Acaban de llegar de un acto apoteósico: el discurso sobre “Vieja y nueva política”. Son Pérez de Ayala, el amigo, y su padre, el orador.

El resto no es silencio. Perteneció a una generación, ya casi ida, que representaba a la perfección lo que Ortega denominó como la persona “elegante”, que se elige y se exige, en una especial mezcla de cortesía y generosidad. Continuadora de las “empresas” de su padre, puso en pie la Fundación José Ortega y Gasset. En el despacho de la primera planta, como presidenta y, luego, habiéndose sabido retirar a tiempo, en el más pequeño de la segunda. De ambos salieron los impulsos de las Obras Completas, el día a día de la Revista de Occidente y la atención exquisita a quienes se interesaban por el legado de su padre. Que ya le quiso corresponder en vida con la dedicatoria del que iba a ser su principal libro, el Epílogo, grávida ella de su primer hijo. Escrito ahora el epílogo de su vida, descanse en paz.