domingo, 29 de julio de 2007

El idilio de la denuncia del idilio.1.¿Más de lo mismo?



El idilio es la utopía de la perfección, de la reconciliación en una belleza que se encarna en un futuro pasado. Es el resultado de una ficción en la que cada elemento se transforma en su contrario, así la escisión en armonía, y la carencia en plenitud, la naturaleza inhóspita en jardín placentero. La literatura y el arte se han ocupado del hogar por excelencia del idilio, de esa Arcadia feliz, en sus múltiples versiones. De los griegos a los románticos, nadie se engañó sobre su carácter utópico y ucrónico. Pero significaba un no lugar en el que alojar el deseo de una vida mejor, en paz consigo mismo, la naturaleza y los semejantes.


De la conciencia de su imaginario surgió también pronto la necesidad de mostrar el fondo del que surgía, y así el et in Arcadia ego de la muerte en Poussin, el et in Utah ego de los vertederos de Smithson hasta llegar al terror nazi del Apolo terrorista de Hamilton. Kant no se andaba por las ramas y fundaba en la insociable sociabilidad de los seres humanos, en su envidia, violencia y muerte, el torcido camino con que la Naturaleza escribía el progreso lineal del género humano. De lo contrario, concluía, no saldríamos del estadio de una Arcadia feliz, sí, pero atrasada. Y de modo parecido razonaba el cínico Harry Lime en El tercer hombre comparando la maravilla de la producción artística en las violentas ciudades italianas del Renacimiento con el modesto reloj de cuco de las pacíficas comunidades suizas. Todo esto es sabido y en otras ocasiones me he ocupado de ello.


La postura de Kant me pareció, en su momento, un oportunismo más de tantos otros que jalonan su ética, llena de excepciones en ese rigorismo de obrar por deber. Sin embargo, la cínica e ingeniosa observación de Welles no ha dejado de rondar por mi cabeza, hasta que me ha dado la clave de la anterior paradoja. Aunque parezca mentira, Kant no hablaba en términos éticos sino estéticos. Y su postura me ha aclarado en parte el enigma del idilio en la tradición occidental: que la distopía es el camino para la realización de la utopía, la violencia el único medio de la erradicación de la violencia. El resultado: una Arcadia feliz, y con progreso. Nadie la ve por ninguna parte, pero está en el arte, en ese arte desencantado y “ya-no-bello”.

La denuncia del idilio no revela así la imposibilidad del idilio, sino todo lo contrario, que hoy es más posible que nunca. El idilio era la utopía de la perfección y su denuncia es la distopía de su imperfección. La visión última del idilio perfecto se transforma en la distopía del idilio imperfecto. Es la imposibilidad de los futuros pasados. Aparentemente. Porque ahora se está, más bien, en el idilio de las distopías como denuncia de las utopías. Por lo que cada propuesta, lejos de conmover, suscita la pregunta: ¿más de lo mismo?.


Uno de los motivos recurrentes suele ser el tratamiento de lo inhóspito (das Unheimliche) en obvia referencia a Freud. En este post me voy a referir a una de sus formas, lo misterioso e inquietante, tomando como pie las fotografías de Crewdson, mientras que en los próximos, y a partir de un diálogo de imágenes, examinaré su deriva hacia la violencia, conjurada con más violencia. Como en American Psycho.


En las vanguardias el descubrimiento de la “otra parte” (Kubin) provocó un terremoto. En las fotografías de Gregory Crewdson una perplejidad amable. La emergencia de lo inhóspito que antes llevaba al desfondamiento existencial es aquí objeto de una contemplación ensimismada. Pero no sólo por parte de los espectadores de las fotografías, sino de sus personajes mismos, con frecuencia estáticos. El resultado es fruto de un montaje que toma los caracteres del posado manierista. Crewdson fabrica simulacros para hurgar en lo que hay debajo de ellos: el vacío.

viernes, 27 de julio de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura 2.



La vida es una muda vacía que no alberga un yo. La tradición platónica occidental lo concibe como algo sólido, como un núcleo, en torno al que se vertebran los diferentes miembros que actúan así de manera coordinada con una cierta armonía. Pero el yo es en Murakami algo provisional, lo que se abandona en los cambios. Es el espacio del ENTRE tiempos y espacios, quizá una de las visiones más certeras de la condición humana. Es la piel de un nombre que recubre un vacío alojado en la nada. Es el dolor de un signo, a veces, ni siquiera eso.

Las diferentes novelas de Murakami resultan de la suma considerable de pequeños relatos entrecruzados por esos sucesivos yoes. Todo está animado pero todo depende del destino. Ése es el misterio: que la fatalidad sea tan leve en sus manifestaciones que impida reconocerla. Al fin y al cabo, decía Kundera, la vida no es, como se nos dijo, un producto de la causalidad (trabaja, hijo, y llegarás a ser alguien) sino de la casualidad, de un conjunto de casualidades mal vistas y peor aprovechadas. La fatalidad aparece en la vida corriente sin ser vista más que como azar, hasta que emerge como nada que ahoga en el vacío del yo.

Para los amantes de etiquetas se podría decir que estamos ante una posmodernidad oriental, lo que es ya una cierta redundancia. Siendo un poco más serios, es decir, tomándonos las cosas en serie, habría que recordar que ya para Hume (un moderno) el yo, eso que llaman por mi nombre, no es algo sólido sino un haz de percepciones cambiantes que actúan unidas en el teatro de la costumbre. Cada una de ellas es un simulacro al que se le ha transferido la conciencia, y si es así, puede haber una rebelión de los simulacros que reivindican ser el auténtico yo. Como en la película Nivel 13 (Rusnack 1999) , una de cuyas imágenes más emotivas es la el simulacro abrazando con ternura al ordenador, a la matrix, donde fue concebido.



Aunque, para simulacros como los que hicieron las delicias de Baudrillard, nada como el “sujeto trascendental” kantiano, al que Kant califica como una “X”, para entendernos en España, un “mister X”, (una incógnita judicial no resuelta) del que nada sabemos, pero mucho sospechamos, y sin el que, prosigue Kant, no podríamos decir que los pensamientos y las acciones son “mías”, que tienen un autor. Tema (no el de “míster X”) que explicitaré en un próximo libro, uno de cuyos capítulos está dedicado al making of de la dialéctica trascendental kantiana. Es la matrix de todas las matrix.


Volvamos a Kundera, a su tesis de que la vida siempre está en otra parte. Para Murakami ese yo provisional siempre ha sido hecho en otra parte: “Pensé que quizá May Kasahara tuviera razón. El hombre que era yo, a fin de cuentas, había sido hecho en alguna otra parte. Y todo venía de otra parte y luego volvía a irse a otra parte. Yo no soy más que un simple camino por donde pasa el hombre que yo soy” (Crónica, p. 274-5). Difícilmente se puede encontrar un texto que nos dé mejor una de las claves de las novelas de Murakami: son la narrativa de una educación sentimental. Son novelas de formación y de deformación, como lo eran en su tiempo las románticas todavía no jibarizadas por la actual hermenéutica del romanticismo de Jena.

No se trata del yo que anda por los caminos sino del yo como camino del yo. Esto es puro romanticismo, ya que el romántico en realidad no sale fuera, sino que como dice Novalis, es hacia dentro donde conduce ese camino misterioso del yo. La variante de Murakami es que el yo es siempre provisional, hasta que llega el yo definitivo. Pero no se vea en esto la mano de las teorías edificantes sobre la finitud humana. No es un yo quijotesco al estilo de Fichte o del ornitorrinco de Unamuno, según Ortega, sino un yo manipulado, es decir, hecho a mano, reblandecido al pasar de unas manos a otras. Lo que una de las mujeres más fascinantes, el personaje de Creta Kanoo, caracteriza como una prostitución del cuerpo y de la mente. Es a partir de ahí, de la experiencia del dolor, cuando surge el “tercer yo”, el definitivo: “Y comprendí que me había convertido en otra persona. Es decir, que aquél era mi tercer yo” (Crónica, p. 315).


Estamos ante una existencia metafórica. Y es preciso que ahora entre en juego el elemento que posibilita esas metamorfosis del yo, lo que hace, como citaba al comienzo, que leer las obras de Marukami sea como colgar un cuadro surrealista. Son las metáforas.

jueves, 26 de julio de 2007

Invertebradas





No son nuevos en su trayectoria algunos motivos que encontramos en esta exposición, como la presencia de ojos y piernas femeninas, ya tratados en dibujos y esculturas. Pero sí la propuesta, la forma expositiva, más simple y desnuda ahora, más colorista y abrigada antes.

Conviene advertirlo, ya que al asombro de quien ha seguido su trayectoria, puede sumarse ahora la perplejidad del espectador que no sabe dónde detener la mirada, ante la ausencia de marcos, carencia de símbolos, y nula oferta de mensaje trascendente. Apenas unas series de papel colgadas en la pared, invertebradas Y es que sólo hay arte.

Un arte en el aire, como pregunta sucesiva, acumulación de dudas, en forma de proyecto itinerante. Hecho con materiales humildes, en su mayoría papel, que no se protege de la acción externa, sino que la recoge y la mantiene. Manchas, pisadas, huellas, restos de otros papeles, forman parte de una obra expuesta al tiempo y a los disturbios de lo cotidiano.

Y junto a ello el dibujo fino a lápiz que nos obliga a una doble perspectiva: la de integrar en la distancia del espectador la cercanía de la artista. Los espacios vacíos invitan a separar la mirada, para no perderse y apreciar mejor el conjunto. Pero el cuidado de la composición, la firmeza en el trazo, el recogimiento de lo pequeño, su fuerza acumulativa, captan la atención e impiden la mirada fugaz.

Es ya relativamente habitual la presencia del cuerpo femenino en el arte contemporáneo. Lo novedoso aquí es que no se trata del cuerpo como tal, sino de acumulaciones de partes en sucesiva metamorfosis, desprovista de intencionalidad, y atenta sólo a los resultados transitorios.

No necesariamente transitivos, pues los fragmentos se entrecruzan, interfieren en las imágenes de una vida invertebrada, que va sumando tiempos, ajustando partes, sin que se advierta desde la suma una identidad con rostro. Son ojos que ven mucho, y que no ven nada; se ciegan en una múltiple burbuja que anega todo. De la acumulación sale algo no previsto, que anima una trayectoria, un proyecto exploratorio a seguir indefinidamente.

Los fragmentos de cuerpo configuran un retorno a lo más elemental de la vida en que predomina lo irracional y lo azaroso, sin que por ello sea un caos. Al contrario, puede cristalizar en flores invertebradas, que esconden en su geometría un misterio romántico rodeado de suciedad indefinida. Capaces de flotar en entornos no bellos como estrellas de mar fijadas en el papel pintado de paredes en las que el tiempo se ha detenido, cerrado sobre sí mismo.

Hay en esta última propuesta de Carmen una extraña melancolía. Las diferentes series son escenas de una mutación, de la mutación de lo inadaptado, que huye en estampida, naufragando a veces. Los pies no tocan suelo. Pero, lejos de sugerir la tragedia, trasladan al espectador una sensación de alivio, de que hay defensa en ese movimiento que no atrapa la totalidad envolvente.


(Texto de de José Luis Molinuevo para el catálogo de la exposición de Carmen González, Invertebradas, que tuvo lugar del 16 de marzo al 16 de abril en el Espacio Permanente de Arte Experimental II de la Hospedería Fonseca, Salamanca)


































jueves, 19 de julio de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura.1.















Al leer las novelas de Murakami se tiene “…la sensación de colgar un audaz cuadro surrealista en una pared inmaculada”[1]. Repiten un esquema parecido: el peregrinaje circular en torno al agujero negro del destino de un doble hambriento de yo.
Un personaje masculino joven, casi idéntico en todas y con diferentes nombres en cada entrega, corriente pero distinto a los demás, de apariencia inocente pero próximo a la tragedia, es víctima del destino, de una fatalidad. Esta tiene rostro y nombre de mujer y es fatal, sí, pero en el sentido de que también se ceba en ella el destino arrebatándola siempre la inocencia y a veces la vida.
El destino se cumple pero no se cierra, ya que es un enigma sin resolver. En ese sentido, y a diferencia de la tradición clásica, camina un tanto despegado de la vida de sus personajes. Cuando se vuelve la última página, ella ha desaparecido, pero él sigue siendo un interrogante que no ha hecho sino empezar. Es como una mano tentativa que nos obliga a desandar el camino, a abrir las hojas ya cerradas. Esto causa un cierto desasosiego en el lector, pues ella arrastra el ser como es sin la posibilidad de cambiarlo, mientras que a él parece ofrecerse una cierta oportunidad.
La atracción que él experimenta por ella, la compasión por sus desgracias cuya causa ignora, la capacidad de sacrificio en el amar sin poder entender, que condena a relaciones intermitentes, todo ello desemboca en unas conductas delicadas y en unos diálogos llenos de ternura, en los que apenas aflora algún reproche, aunque estén siempre coloreados de nostalgia por el tiempo perdido. Al final, el amor no se consuma porque el destino no permite intercambiar dos soledades
[2]. Como las de los personajes de la bellísima Deseando amar (Wong Kar-Wai, 2000).
O, más bien, es porque ella, en un acto supremo de generosidad, no quiere arrastrarle a su enigmática enfermedad de ser. Por lo que el otro debe girar en torno al agujero negro de su mejor yo esquivo en manifestarse. Es un juego de dobles: él se siente inquieto, porque está vacío de su auténtico yo que no sabe cuál es, y ella, su mejor yo, no puede reflejarse en él.
[1] Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Tusquets, Barcelona, 2006, p. 320. (En adelante, Crónica)
[2] La canción favorita de Hajime es Star-Crossed Lovers. De Ellington y Strayhorn, 1957. “Habla de unos amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad. Amantes desdichados. Eso es lo que significa en inglés […] –Amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad –repitió Shimamoto-. Parece compuesto expresamente para nosotros dos, ¿no?”. Al sur de la frontera, al oeste del sol. Tusquets, Barcelona, 2007, p. 210. (En adelante, Al Sur)